Primera parte: “En el
país de las sombras”
CAPÍTULO UNO
Corría el año 1924,
en un living de aspecto sobrecogedor, con una enorme chimenea, los cuadros
antiguos, sillones caros, y una señora de aspecto imponente, bordando con manos
hábiles y dedos finos, con sus ojos celestes puestos en el pañuelo que bordaba,
no en el niño de seis años que estaba sentado frente a ella.
El pequeño miraba a la mujer delgada, alta, de
cabello rubio liso, con arrugas en la comisura de los labios y mirada severa. El
pequeño, delgadito, de cabello castaño
rizado, y los ojos grises perdidos. Intentaba vislumbrar la figura borrosa que
tenía al frente.
Nunca entendió la diferencia entre un rojo y
un amarillo, ni tampoco lo de las expresiones de la cara, ni los colores
refulgentes, o siquiera unos ojos chispeantes. Para él, eran sombras que se movían,
frente a sus ojos. Había aprendido distinguir las sombras, todas tan iguales, a
unas de otras. Podía distinguir a su mama Matilde cada vez que se aproximaba, y
al verla, corría a sus brazos, y también incluso sabía cuando era la señora,
que a su paso, se apartaba o se escondía. Aquel día, para enfrentar aquel
miedo, se sentó en el suelo frío, frente a ella.
Al principio, el corazón le latía con tal
fuerza que creyó que iba a castigarle por interrumpirla con tan desagradable
ruido, además de su presencia. Pero o no lo notaba, o simplemente quería
ignorarlo. Pero Alfonso se armó de valor. Después de todo, ¿no era acaso su
madre?
-
¿Por qué
usted no me quiere?- la señora siguió en lo suyo, pero como para culminar el
atrevimiento, Alfonso carraspeó con intención de hacerse notar, y la señora
frunció el ceño.
-
¡Ricardo!
¿Puedes sacar a este mocoso?- alguno podría haber pensado que el pequeño se
sintió desgraciado o triste, tal vez incluso enfadado. Pero Alfonso no cabía en
sí de su dicha. Su madre tal vez no se había dirigido a él, pero sí lo había
mencionado.
Tal vez como “mocoso”,
pero se había referido a él, a Alfonso José Ossandón Vial. Existía, era
alguien, no una sombra más en aquel mundo triste.
Los pasos estruendosos de Ricardo Ossandón se
aproximaron, y Alfonso se incorporó.
-
Padre,
yo no la molesté.
-
No,
claro que no. – respondió él con sequedad. Tal vez su amor no era tan paternal,
pero era agradable a veces, incluso había jugado con él y otras tantas
ocasiones habían charlado. Claro que no se compararía con su mama, mamita
Matilde, donde en su familia era una de tantas empleadas. Para Alfonso, Matilde
era la persona más bondadosa de este mundo.
Ricardo tomó la pequeña manito de su hijo, y
lo guió por la casa hasta llegar al cuarto de juegos. Un niño de cinco años y
una de tres jugaban con una niñera. A paso tembloroso, y tanteando algo el
aire, Alfonso avanzó. No iba muy seguido a la pieza de juegos, y la ventana era
muy grande. La luz lo encandilaba y le impedía ver. Con luz, era completamente
ciego, con sombra, quizá, alguna figura que otra era capaz de percibir.
Pero como tenía buena memoria, recordó el
lugar donde había una silla, y tanteó allí hasta dar con ésta. Muy campante, se
sentó, y “miró” al frente.
Su hermano Juan
Luis balbuceaba unas palabras, mientras jugaba con unos juguetes. Alfonso no
tenía muchas ganas de jugar. Él, con sus seis años, sólo quería pensar…
Su
madre no lo quería, tal vez… pero sin embargo sabía que existía, por algo le
había dicho a su padre que sacara aquel “mocoso” de allí. Mocoso… él era un
mocoso.
-
¡Soy un
mocoso!- chilló, feliz.
-
¿Quiere
un pañuelo?- preguntó una niñera. Pero Alfonso no la oyó. Era un mocoso, lo que
significaba ser algo… Y ser algo es magnífico.