sábado, 25 de mayo de 2013

Capítulo Uno


Primera parte: “En el país de las sombras”


CAPÍTULO UNO

Corría el año 1924, en un living de aspecto sobrecogedor, con una enorme chimenea, los cuadros antiguos, sillones caros, y una señora de aspecto imponente, bordando con manos hábiles y dedos finos, con sus ojos celestes puestos en el pañuelo que bordaba, no en el niño de seis años que estaba sentado frente a ella.
 El pequeño miraba a la mujer delgada, alta, de cabello rubio liso, con arrugas en la comisura de los labios y mirada severa. El pequeño,  delgadito, de cabello castaño rizado, y los ojos grises perdidos. Intentaba vislumbrar la figura borrosa que tenía al frente.
 Nunca entendió la diferencia entre un rojo y un amarillo, ni tampoco lo de las expresiones de la cara, ni los colores refulgentes, o siquiera unos ojos chispeantes. Para él, eran sombras que se movían, frente a sus ojos. Había aprendido distinguir las sombras, todas tan iguales, a unas de otras. Podía distinguir a su mama Matilde cada vez que se aproximaba, y al verla, corría a sus brazos, y también incluso sabía cuando era la señora, que a su paso, se apartaba o se escondía. Aquel día, para enfrentar aquel miedo, se sentó en el suelo frío, frente a ella.
 Al principio, el corazón le latía con tal fuerza que creyó que iba a castigarle por interrumpirla con tan desagradable ruido, además de su presencia. Pero o no lo notaba, o simplemente quería ignorarlo. Pero Alfonso se armó de valor. Después de todo, ¿no era acaso su madre?
-          ¿Por qué usted no me quiere?- la señora siguió en lo suyo, pero como para culminar el atrevimiento, Alfonso carraspeó con intención de hacerse notar, y la señora frunció el ceño.
-          ¡Ricardo! ¿Puedes sacar a este mocoso?- alguno podría haber pensado que el pequeño se sintió desgraciado o triste, tal vez incluso enfadado. Pero Alfonso no cabía en sí de su dicha. Su madre tal vez no se había dirigido a él, pero sí lo había mencionado.
Tal vez como “mocoso”, pero se había referido a él, a Alfonso José Ossandón Vial. Existía, era alguien, no una sombra más en aquel mundo triste.

 Los pasos estruendosos de Ricardo Ossandón se aproximaron, y Alfonso se incorporó.
-          Padre, yo no la molesté.
-          No, claro que no. – respondió él con sequedad. Tal vez su amor no era tan paternal, pero era agradable a veces, incluso había jugado con él y otras tantas ocasiones habían charlado. Claro que no se compararía con su mama, mamita Matilde, donde en su familia era una de tantas empleadas. Para Alfonso, Matilde era la persona más bondadosa de este mundo.

 Ricardo tomó la pequeña manito de su hijo, y lo guió por la casa hasta llegar al cuarto de juegos. Un niño de cinco años y una de tres jugaban con una niñera. A paso tembloroso, y tanteando algo el aire, Alfonso avanzó. No iba muy seguido a la pieza de juegos, y la ventana era muy grande. La luz lo encandilaba y le impedía ver. Con luz, era completamente ciego, con sombra, quizá, alguna figura que otra era capaz de percibir.
 Pero como tenía buena memoria, recordó el lugar donde había una silla, y tanteó allí hasta dar con ésta. Muy campante, se sentó, y “miró” al frente.
Su hermano Juan Luis balbuceaba unas palabras, mientras jugaba con unos juguetes. Alfonso no tenía muchas ganas de jugar. Él, con sus seis años,  sólo quería pensar…
  Su madre no lo quería, tal vez… pero sin embargo sabía que existía, por algo le había dicho a su padre que sacara aquel “mocoso” de allí. Mocoso… él era un mocoso.
-          ¡Soy un mocoso!- chilló, feliz.
-          ¿Quiere un pañuelo?- preguntó una niñera. Pero Alfonso no la oyó. Era un mocoso, lo que significaba ser algo… Y ser algo es magnífico. 

Capítulo Uno


Primera parte: “En el país de las sombras”


CAPÍTULO UNO

Corría el año 1924, en un living de aspecto sobrecogedor, con una enorme chimenea, los cuadros antiguos, sillones caros, y una señora de aspecto imponente, bordando con manos hábiles y dedos finos, con sus ojos celestes puestos en el pañuelo que bordaba, no en el niño de seis años que estaba sentado frente a ella.
 El pequeño miraba a la mujer delgada, alta, de cabello rubio liso, con arrugas en la comisura de los labios y mirada severa. El pequeño,  delgadito, de cabello castaño rizado, y los ojos grises perdidos. Intentaba vislumbrar la figura borrosa que tenía al frente.
 Nunca entendió la diferencia entre un rojo y un amarillo, ni tampoco lo de las expresiones de la cara, ni los colores refulgentes, o siquiera unos ojos chispeantes. Para él, eran sombras que se movían, frente a sus ojos. Había aprendido distinguir las sombras, todas tan iguales, a unas de otras. Podía distinguir a su mama Matilde cada vez que se aproximaba, y al verla, corría a sus brazos, y también incluso sabía cuando era la señora, que a su paso, se apartaba o se escondía. Aquel día, para enfrentar aquel miedo, se sentó en el suelo frío, frente a ella.
 Al principio, el corazón le latía con tal fuerza que creyó que iba a castigarle por interrumpirla con tan desagradable ruido, además de su presencia. Pero o no lo notaba, o simplemente quería ignorarlo. Pero Alfonso se armó de valor. Después de todo, ¿no era acaso su madre?
-          ¿Por qué usted no me quiere?- la señora siguió en lo suyo, pero como para culminar el atrevimiento, Alfonso carraspeó con intención de hacerse notar, y la señora frunció el ceño.
-          ¡Ricardo! ¿Puedes sacar a este mocoso?- alguno podría haber pensado que el pequeño se sintió desgraciado o triste, tal vez incluso enfadado. Pero Alfonso no cabía en sí de su dicha. Su madre tal vez no se había dirigido a él, pero sí lo había mencionado.
Tal vez como “mocoso”, pero se había referido a él, a Alfonso José Ossandón Vial. Existía, era alguien, no una sombra más en aquel mundo triste.

 Los pasos estruendosos de Ricardo Ossandón se aproximaron, y Alfonso se incorporó.
-          Padre, yo no la molesté.
-          No, claro que no. – respondió él con sequedad. Tal vez su amor no era tan paternal, pero era agradable a veces, incluso había jugado con él y otras tantas ocasiones habían charlado. Claro que no se compararía con su mama, mamita Matilde, donde en su familia era una de tantas empleadas. Para Alfonso, Matilde era la persona más bondadosa de este mundo.

 Ricardo tomó la pequeña manito de su hijo, y lo guió por la casa hasta llegar al cuarto de juegos. Un niño de cinco años y una de tres jugaban con una niñera. A paso tembloroso, y tanteando algo el aire, Alfonso avanzó. No iba muy seguido a la pieza de juegos, y la ventana era muy grande. La luz lo encandilaba y le impedía ver. Con luz, era completamente ciego, con sombra, quizá, alguna figura que otra era capaz de percibir.
 Pero como tenía buena memoria, recordó el lugar donde había una silla, y tanteó allí hasta dar con ésta. Muy campante, se sentó, y “miró” al frente.
Su hermano Juan Luis balbuceaba unas palabras, mientras jugaba con unos juguetes. Alfonso no tenía muchas ganas de jugar. Él, con sus seis años,  sólo quería pensar…
  Su madre no lo quería, tal vez… pero sin embargo sabía que existía, por algo le había dicho a su padre que sacara aquel “mocoso” de allí. Mocoso… él era un mocoso.
-          ¡Soy un mocoso!- chilló, feliz.
-          ¿Quiere un pañuelo?- preguntó una niñera. Pero Alfonso no la oyó. Era un mocoso, lo que significaba ser algo… Y ser algo es magnífico. 

Capítulo Uno


Primera parte: “En el país de las sombras”


CAPÍTULO UNO

Corría el año 1924, en un living de aspecto sobrecogedor, con una enorme chimenea, los cuadros antiguos, sillones caros, y una señora de aspecto imponente, bordando con manos hábiles y dedos finos, con sus ojos celestes puestos en el pañuelo que bordaba, no en el niño de seis años que estaba sentado frente a ella.
 El pequeño miraba a la mujer delgada, alta, de cabello rubio liso, con arrugas en la comisura de los labios y mirada severa. El pequeño,  delgadito, de cabello castaño rizado, y los ojos grises perdidos. Intentaba vislumbrar la figura borrosa que tenía al frente.
 Nunca entendió la diferencia entre un rojo y un amarillo, ni tampoco lo de las expresiones de la cara, ni los colores refulgentes, o siquiera unos ojos chispeantes. Para él, eran sombras que se movían, frente a sus ojos. Había aprendido distinguir las sombras, todas tan iguales, a unas de otras. Podía distinguir a su mama Matilde cada vez que se aproximaba, y al verla, corría a sus brazos, y también incluso sabía cuando era la señora, que a su paso, se apartaba o se escondía. Aquel día, para enfrentar aquel miedo, se sentó en el suelo frío, frente a ella.
 Al principio, el corazón le latía con tal fuerza que creyó que iba a castigarle por interrumpirla con tan desagradable ruido, además de su presencia. Pero o no lo notaba, o simplemente quería ignorarlo. Pero Alfonso se armó de valor. Después de todo, ¿no era acaso su madre?
-          ¿Por qué usted no me quiere?- la señora siguió en lo suyo, pero como para culminar el atrevimiento, Alfonso carraspeó con intención de hacerse notar, y la señora frunció el ceño.
-          ¡Ricardo! ¿Puedes sacar a este mocoso?- alguno podría haber pensado que el pequeño se sintió desgraciado o triste, tal vez incluso enfadado. Pero Alfonso no cabía en sí de su dicha. Su madre tal vez no se había dirigido a él, pero sí lo había mencionado.
Tal vez como “mocoso”, pero se había referido a él, a Alfonso José Ossandón Vial. Existía, era alguien, no una sombra más en aquel mundo triste.

 Los pasos estruendosos de Ricardo Ossandón se aproximaron, y Alfonso se incorporó.
-          Padre, yo no la molesté.
-          No, claro que no. – respondió él con sequedad. Tal vez su amor no era tan paternal, pero era agradable a veces, incluso había jugado con él y otras tantas ocasiones habían charlado. Claro que no se compararía con su mama, mamita Matilde, donde en su familia era una de tantas empleadas. Para Alfonso, Matilde era la persona más bondadosa de este mundo.

 Ricardo tomó la pequeña manito de su hijo, y lo guió por la casa hasta llegar al cuarto de juegos. Un niño de cinco años y una de tres jugaban con una niñera. A paso tembloroso, y tanteando algo el aire, Alfonso avanzó. No iba muy seguido a la pieza de juegos, y la ventana era muy grande. La luz lo encandilaba y le impedía ver. Con luz, era completamente ciego, con sombra, quizá, alguna figura que otra era capaz de percibir.
 Pero como tenía buena memoria, recordó el lugar donde había una silla, y tanteó allí hasta dar con ésta. Muy campante, se sentó, y “miró” al frente.
Su hermano Juan Luis balbuceaba unas palabras, mientras jugaba con unos juguetes. Alfonso no tenía muchas ganas de jugar. Él, con sus seis años,  sólo quería pensar…
  Su madre no lo quería, tal vez… pero sin embargo sabía que existía, por algo le había dicho a su padre que sacara aquel “mocoso” de allí. Mocoso… él era un mocoso.
-          ¡Soy un mocoso!- chilló, feliz.
-          ¿Quiere un pañuelo?- preguntó una niñera. Pero Alfonso no la oyó. Era un mocoso, lo que significaba ser algo… Y ser algo es magnífico. 

Capítulo Uno


Primera parte: “En el país de las sombras”


CAPÍTULO UNO

Corría el año 1924, en un living de aspecto sobrecogedor, con una enorme chimenea, los cuadros antiguos, sillones caros, y una señora de aspecto imponente, bordando con manos hábiles y dedos finos, con sus ojos celestes puestos en el pañuelo que bordaba, no en el niño de seis años que estaba sentado frente a ella.
 El pequeño miraba a la mujer delgada, alta, de cabello rubio liso, con arrugas en la comisura de los labios y mirada severa. El pequeño,  delgadito, de cabello castaño rizado, y los ojos grises perdidos. Intentaba vislumbrar la figura borrosa que tenía al frente.
 Nunca entendió la diferencia entre un rojo y un amarillo, ni tampoco lo de las expresiones de la cara, ni los colores refulgentes, o siquiera unos ojos chispeantes. Para él, eran sombras que se movían, frente a sus ojos. Había aprendido distinguir las sombras, todas tan iguales, a unas de otras. Podía distinguir a su mama Matilde cada vez que se aproximaba, y al verla, corría a sus brazos, y también incluso sabía cuando era la señora, que a su paso, se apartaba o se escondía. Aquel día, para enfrentar aquel miedo, se sentó en el suelo frío, frente a ella.
 Al principio, el corazón le latía con tal fuerza que creyó que iba a castigarle por interrumpirla con tan desagradable ruido, además de su presencia. Pero o no lo notaba, o simplemente quería ignorarlo. Pero Alfonso se armó de valor. Después de todo, ¿no era acaso su madre?
-          ¿Por qué usted no me quiere?- la señora siguió en lo suyo, pero como para culminar el atrevimiento, Alfonso carraspeó con intención de hacerse notar, y la señora frunció el ceño.
-          ¡Ricardo! ¿Puedes sacar a este mocoso?- alguno podría haber pensado que el pequeño se sintió desgraciado o triste, tal vez incluso enfadado. Pero Alfonso no cabía en sí de su dicha. Su madre tal vez no se había dirigido a él, pero sí lo había mencionado.
Tal vez como “mocoso”, pero se había referido a él, a Alfonso José Ossandón Vial. Existía, era alguien, no una sombra más en aquel mundo triste.

 Los pasos estruendosos de Ricardo Ossandón se aproximaron, y Alfonso se incorporó.
-          Padre, yo no la molesté.
-          No, claro que no. – respondió él con sequedad. Tal vez su amor no era tan paternal, pero era agradable a veces, incluso había jugado con él y otras tantas ocasiones habían charlado. Claro que no se compararía con su mama, mamita Matilde, donde en su familia era una de tantas empleadas. Para Alfonso, Matilde era la persona más bondadosa de este mundo.

 Ricardo tomó la pequeña manito de su hijo, y lo guió por la casa hasta llegar al cuarto de juegos. Un niño de cinco años y una de tres jugaban con una niñera. A paso tembloroso, y tanteando algo el aire, Alfonso avanzó. No iba muy seguido a la pieza de juegos, y la ventana era muy grande. La luz lo encandilaba y le impedía ver. Con luz, era completamente ciego, con sombra, quizá, alguna figura que otra era capaz de percibir.
 Pero como tenía buena memoria, recordó el lugar donde había una silla, y tanteó allí hasta dar con ésta. Muy campante, se sentó, y “miró” al frente.
Su hermano Juan Luis balbuceaba unas palabras, mientras jugaba con unos juguetes. Alfonso no tenía muchas ganas de jugar. Él, con sus seis años,  sólo quería pensar…
  Su madre no lo quería, tal vez… pero sin embargo sabía que existía, por algo le había dicho a su padre que sacara aquel “mocoso” de allí. Mocoso… él era un mocoso.
-          ¡Soy un mocoso!- chilló, feliz.
-          ¿Quiere un pañuelo?- preguntó una niñera. Pero Alfonso no la oyó. Era un mocoso, lo que significaba ser algo… Y ser algo es magnífico. 

Capítulo Uno


Primera parte: “En el país de las sombras”


CAPÍTULO UNO

Corría el año 1924, en un living de aspecto sobrecogedor, con una enorme chimenea, los cuadros antiguos, sillones caros, y una señora de aspecto imponente, bordando con manos hábiles y dedos finos, con sus ojos celestes puestos en el pañuelo que bordaba, no en el niño de seis años que estaba sentado frente a ella.
 El pequeño miraba a la mujer delgada, alta, de cabello rubio liso, con arrugas en la comisura de los labios y mirada severa. El pequeño,  delgadito, de cabello castaño rizado, y los ojos grises perdidos. Intentaba vislumbrar la figura borrosa que tenía al frente.
 Nunca entendió la diferencia entre un rojo y un amarillo, ni tampoco lo de las expresiones de la cara, ni los colores refulgentes, o siquiera unos ojos chispeantes. Para él, eran sombras que se movían, frente a sus ojos. Había aprendido distinguir las sombras, todas tan iguales, a unas de otras. Podía distinguir a su mama Matilde cada vez que se aproximaba, y al verla, corría a sus brazos, y también incluso sabía cuando era la señora, que a su paso, se apartaba o se escondía. Aquel día, para enfrentar aquel miedo, se sentó en el suelo frío, frente a ella.
 Al principio, el corazón le latía con tal fuerza que creyó que iba a castigarle por interrumpirla con tan desagradable ruido, además de su presencia. Pero o no lo notaba, o simplemente quería ignorarlo. Pero Alfonso se armó de valor. Después de todo, ¿no era acaso su madre?
-          ¿Por qué usted no me quiere?- la señora siguió en lo suyo, pero como para culminar el atrevimiento, Alfonso carraspeó con intención de hacerse notar, y la señora frunció el ceño.
-          ¡Ricardo! ¿Puedes sacar a este mocoso?- alguno podría haber pensado que el pequeño se sintió desgraciado o triste, tal vez incluso enfadado. Pero Alfonso no cabía en sí de su dicha. Su madre tal vez no se había dirigido a él, pero sí lo había mencionado.
Tal vez como “mocoso”, pero se había referido a él, a Alfonso José Ossandón Vial. Existía, era alguien, no una sombra más en aquel mundo triste.

 Los pasos estruendosos de Ricardo Ossandón se aproximaron, y Alfonso se incorporó.
-          Padre, yo no la molesté.
-          No, claro que no. – respondió él con sequedad. Tal vez su amor no era tan paternal, pero era agradable a veces, incluso había jugado con él y otras tantas ocasiones habían charlado. Claro que no se compararía con su mama, mamita Matilde, donde en su familia era una de tantas empleadas. Para Alfonso, Matilde era la persona más bondadosa de este mundo.

 Ricardo tomó la pequeña manito de su hijo, y lo guió por la casa hasta llegar al cuarto de juegos. Un niño de cinco años y una de tres jugaban con una niñera. A paso tembloroso, y tanteando algo el aire, Alfonso avanzó. No iba muy seguido a la pieza de juegos, y la ventana era muy grande. La luz lo encandilaba y le impedía ver. Con luz, era completamente ciego, con sombra, quizá, alguna figura que otra era capaz de percibir.
 Pero como tenía buena memoria, recordó el lugar donde había una silla, y tanteó allí hasta dar con ésta. Muy campante, se sentó, y “miró” al frente.
Su hermano Juan Luis balbuceaba unas palabras, mientras jugaba con unos juguetes. Alfonso no tenía muchas ganas de jugar. Él, con sus seis años,  sólo quería pensar…
  Su madre no lo quería, tal vez… pero sin embargo sabía que existía, por algo le había dicho a su padre que sacara aquel “mocoso” de allí. Mocoso… él era un mocoso.
-          ¡Soy un mocoso!- chilló, feliz.
-          ¿Quiere un pañuelo?- preguntó una niñera. Pero Alfonso no la oyó. Era un mocoso, lo que significaba ser algo… Y ser algo es magnífico. 

Capítulo Uno


Primera parte: “En el país de las sombras”


CAPÍTULO UNO

Corría el año 1924, en un living de aspecto sobrecogedor, con una enorme chimenea, los cuadros antiguos, sillones caros, y una señora de aspecto imponente, bordando con manos hábiles y dedos finos, con sus ojos celestes puestos en el pañuelo que bordaba, no en el niño de seis años que estaba sentado frente a ella.
 El pequeño miraba a la mujer delgada, alta, de cabello rubio liso, con arrugas en la comisura de los labios y mirada severa. El pequeño,  delgadito, de cabello castaño rizado, y los ojos grises perdidos. Intentaba vislumbrar la figura borrosa que tenía al frente.
 Nunca entendió la diferencia entre un rojo y un amarillo, ni tampoco lo de las expresiones de la cara, ni los colores refulgentes, o siquiera unos ojos chispeantes. Para él, eran sombras que se movían, frente a sus ojos. Había aprendido distinguir las sombras, todas tan iguales, a unas de otras. Podía distinguir a su mama Matilde cada vez que se aproximaba, y al verla, corría a sus brazos, y también incluso sabía cuando era la señora, que a su paso, se apartaba o se escondía. Aquel día, para enfrentar aquel miedo, se sentó en el suelo frío, frente a ella.
 Al principio, el corazón le latía con tal fuerza que creyó que iba a castigarle por interrumpirla con tan desagradable ruido, además de su presencia. Pero o no lo notaba, o simplemente quería ignorarlo. Pero Alfonso se armó de valor. Después de todo, ¿no era acaso su madre?
-          ¿Por qué usted no me quiere?- la señora siguió en lo suyo, pero como para culminar el atrevimiento, Alfonso carraspeó con intención de hacerse notar, y la señora frunció el ceño.
-          ¡Ricardo! ¿Puedes sacar a este mocoso?- alguno podría haber pensado que el pequeño se sintió desgraciado o triste, tal vez incluso enfadado. Pero Alfonso no cabía en sí de su dicha. Su madre tal vez no se había dirigido a él, pero sí lo había mencionado.
Tal vez como “mocoso”, pero se había referido a él, a Alfonso José Ossandón Vial. Existía, era alguien, no una sombra más en aquel mundo triste.

 Los pasos estruendosos de Ricardo Ossandón se aproximaron, y Alfonso se incorporó.
-          Padre, yo no la molesté.
-          No, claro que no. – respondió él con sequedad. Tal vez su amor no era tan paternal, pero era agradable a veces, incluso había jugado con él y otras tantas ocasiones habían charlado. Claro que no se compararía con su mama, mamita Matilde, donde en su familia era una de tantas empleadas. Para Alfonso, Matilde era la persona más bondadosa de este mundo.

 Ricardo tomó la pequeña manito de su hijo, y lo guió por la casa hasta llegar al cuarto de juegos. Un niño de cinco años y una de tres jugaban con una niñera. A paso tembloroso, y tanteando algo el aire, Alfonso avanzó. No iba muy seguido a la pieza de juegos, y la ventana era muy grande. La luz lo encandilaba y le impedía ver. Con luz, era completamente ciego, con sombra, quizá, alguna figura que otra era capaz de percibir.
 Pero como tenía buena memoria, recordó el lugar donde había una silla, y tanteó allí hasta dar con ésta. Muy campante, se sentó, y “miró” al frente.
Su hermano Juan Luis balbuceaba unas palabras, mientras jugaba con unos juguetes. Alfonso no tenía muchas ganas de jugar. Él, con sus seis años,  sólo quería pensar…
  Su madre no lo quería, tal vez… pero sin embargo sabía que existía, por algo le había dicho a su padre que sacara aquel “mocoso” de allí. Mocoso… él era un mocoso.
-          ¡Soy un mocoso!- chilló, feliz.
-          ¿Quiere un pañuelo?- preguntó una niñera. Pero Alfonso no la oyó. Era un mocoso, lo que significaba ser algo… Y ser algo es magnífico. 

Capítulo Uno


Primera parte: “En el país de las sombras”


CAPÍTULO UNO

Corría el año 1924, en un living de aspecto sobrecogedor, con una enorme chimenea, los cuadros antiguos, sillones caros, y una señora de aspecto imponente, bordando con manos hábiles y dedos finos, con sus ojos celestes puestos en el pañuelo que bordaba, no en el niño de seis años que estaba sentado frente a ella.
 El pequeño miraba a la mujer delgada, alta, de cabello rubio liso, con arrugas en la comisura de los labios y mirada severa. El pequeño,  delgadito, de cabello castaño rizado, y los ojos grises perdidos. Intentaba vislumbrar la figura borrosa que tenía al frente.
 Nunca entendió la diferencia entre un rojo y un amarillo, ni tampoco lo de las expresiones de la cara, ni los colores refulgentes, o siquiera unos ojos chispeantes. Para él, eran sombras que se movían, frente a sus ojos. Había aprendido distinguir las sombras, todas tan iguales, a unas de otras. Podía distinguir a su mama Matilde cada vez que se aproximaba, y al verla, corría a sus brazos, y también incluso sabía cuando era la señora, que a su paso, se apartaba o se escondía. Aquel día, para enfrentar aquel miedo, se sentó en el suelo frío, frente a ella.
 Al principio, el corazón le latía con tal fuerza que creyó que iba a castigarle por interrumpirla con tan desagradable ruido, además de su presencia. Pero o no lo notaba, o simplemente quería ignorarlo. Pero Alfonso se armó de valor. Después de todo, ¿no era acaso su madre?
-          ¿Por qué usted no me quiere?- la señora siguió en lo suyo, pero como para culminar el atrevimiento, Alfonso carraspeó con intención de hacerse notar, y la señora frunció el ceño.
-          ¡Ricardo! ¿Puedes sacar a este mocoso?- alguno podría haber pensado que el pequeño se sintió desgraciado o triste, tal vez incluso enfadado. Pero Alfonso no cabía en sí de su dicha. Su madre tal vez no se había dirigido a él, pero sí lo había mencionado.
Tal vez como “mocoso”, pero se había referido a él, a Alfonso José Ossandón Vial. Existía, era alguien, no una sombra más en aquel mundo triste.

 Los pasos estruendosos de Ricardo Ossandón se aproximaron, y Alfonso se incorporó.
-          Padre, yo no la molesté.
-          No, claro que no. – respondió él con sequedad. Tal vez su amor no era tan paternal, pero era agradable a veces, incluso había jugado con él y otras tantas ocasiones habían charlado. Claro que no se compararía con su mama, mamita Matilde, donde en su familia era una de tantas empleadas. Para Alfonso, Matilde era la persona más bondadosa de este mundo.

 Ricardo tomó la pequeña manito de su hijo, y lo guió por la casa hasta llegar al cuarto de juegos. Un niño de cinco años y una de tres jugaban con una niñera. A paso tembloroso, y tanteando algo el aire, Alfonso avanzó. No iba muy seguido a la pieza de juegos, y la ventana era muy grande. La luz lo encandilaba y le impedía ver. Con luz, era completamente ciego, con sombra, quizá, alguna figura que otra era capaz de percibir.
 Pero como tenía buena memoria, recordó el lugar donde había una silla, y tanteó allí hasta dar con ésta. Muy campante, se sentó, y “miró” al frente.
Su hermano Juan Luis balbuceaba unas palabras, mientras jugaba con unos juguetes. Alfonso no tenía muchas ganas de jugar. Él, con sus seis años,  sólo quería pensar…
  Su madre no lo quería, tal vez… pero sin embargo sabía que existía, por algo le había dicho a su padre que sacara aquel “mocoso” de allí. Mocoso… él era un mocoso.
-          ¡Soy un mocoso!- chilló, feliz.
-          ¿Quiere un pañuelo?- preguntó una niñera. Pero Alfonso no la oyó. Era un mocoso, lo que significaba ser algo… Y ser algo es magnífico.